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Etiquetas "sin" en los alimentos: cuando la información confunde al consumidor
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“Sin conservantes”, “Sin colorantes”, “Sin E artificiales”, “No contiene Organismos Genéticamente Modificados (OGM)”, “Sin aspartamo”, “Sin glutamato”… La lista de alegaciones sobre los ingredientes que algunos productos alimentarios NO contienen es tan larga que las etiquetas se quedan pequeñas para todas las declaraciones que podrían incluirse (y que ocupan un lugar mucho más visible que la información realmente importante).

Es una pura estrategia de márketing rentable y eficaz: a coste cero (o casi) se mejora la imagen de marca y se influye sobre la elección de los consumidores. Y no nos damos cuenta.

¿Por qué elegimos un producto “sin”?

Los expertos en publicidad saben que las compras que hacemos no son racionales, sino emocionales. Si nuestras decisiones dietéticas fueran el resultado de un ejercicio intelectual, la publicidad no tendría más sentido que dar a conocer un producto y exponerlo “al desnudo”. Y nadie consumiría alimentos insanos.

Pero sabemos que no es así.

Se da la paradoja de que conseguir alimentos en nuestro entorno es una tarea muy sencilla y la oferta crece cada día, pero esto no hace más que complicar la elección porque ningún consumidor puede dedicar tiempo a investigar las características de cada producto que se nos ofrece. Por lo tanto, tomamos las decisiones rápidamente y en función de información que tengamos a nuestro alcance en el punto de venta. Es decir, de lo que nos diga la etiqueta.

Cuando un producto nos indica que no contiene determinado ingrediente, nos saca de nuestra línea de decisión habitual. Destacar las propiedades de un alimento es una forma de inclinar nuestra balanza y se utiliza continuamente en alegaciones como “alto contenido en (vitaminas, proteínas o minerales) o “fuente de (fibra)”. Genera una imagen positiva hacia la que nos decantamos.

Pero si lo que se resalta es que está libre de aditivos, transgénicos o aceite de palma el proceso mental es más complejo. Rompe nuestros esquemas y nos obliga a ir un paso más allá, a reflexionar sobre por qué la etiqueta nos está dando esa información.

Y la conclusión a la que llegamos de forma instintiva es que el producto es mejor precisamente por carecer de un ingrediente. El mensaje implícito de que determinado compuesto es perjudicial ya está lanzado. Nuestro proceso mental de toma de decisiones hace el resto.

Bailando con la normativa

Hay determinadas situaciones en las que sí se puede hacer referencia en el etiquetado a la ausencia de algunos compuestos. Están reguladas y se especifican las condiciones que deben cumplirse para poder hacer la alegación (en este artículo publicado en el European Journal of Risk Regulation hay un análisis pormenorizado de la normativa “sin”).

Cuando nos referimos a nutrientes, el Reglamento 1924/2006 recoge que puede indicarse “sin aporte energético”, “sin azúcar o “sin azúcares añadidos”, “sin grasa”, “sin grasas saturadas” y “sin sodio o sin sal”. Es lo que se conoce como declaración nutricional. Según el propio Reglamento, es “cualquier declaración que afirme, sugiera o dé a entender que un alimento posee propiedades nutricionales benéficas específicas con motivo de (…) y/o de los nutrientes u otras sustancias que contiene, que contiene en proporciones reducidas o incrementadas, o que no contiene”.

Pero la norma establece que solo pueden hacerse las declaraciones nutricionales que están recogidas en ese Reglamento y que esas declaraciones no pueden dar lugar a dudas sobre la seguridad y/o adecuación nutricional de otros alimentos.

Esta limitación hace que el etiquetado “libre de aceite de palma”, por ejemplo, esté bordeando (si no directamente incumpliendo) la legislación.

Otra alegación “sin” permitida y regulada por el Reglamento de Ejecución 828/2014 es la que indica si un producto es “sin gluten” o “muy bajo en gluten”. No da carta blanca para que cualquier producto “sin gluten” lo indique en el etiquetado. Está limitado, porque “no se puede insinuar que un alimento posee características especiales, cuando todos los alimentos similares poseen esas mismas características.” ¿Has visto leche “sin gluten”, arroz “sin gluten” o alcachofas en conserva “sin gluten”? A esos casos se refiere la norma: ninguno de esos alimentos contiene gluten, lo destaque o no la etiqueta. Hay que respetar las reglas del juego.

En el caso de los alimentos “sin aditivos” o “sin OGM” entramos en un terreno más escabroso: el de la quimiofobia. El miedo irracional a todo lo que suene a “sintetizado en un laboratorio”, incluso aunque sea un compuesto presente en el medioambiente de forma natural.

En este punto es necesario decir que todos los aditivos que se utilizan en la Unión Europea están autorizados y sometidos a evaluaciones periódicas sobre su seguridad. Y algo importante: los aditivos cumplen una función tecnológica en los alimentos. Sí, en algunos casos se emplean “solo” para mejorar las propiedades organolépticas (el sabor, el color o el aroma). Es una función importante para mejorar la aceptabilidad del consumidor, y puede parecer una razón menor por limitarse a una aparente estrategia de venta. No es así.

Pero asumiendo que solo la industria se beneficia de esa función tecnológica, centrémonos en otras propiedades por las que se emplean los aditivos: la capacidad para conservar los alimentos y alargar su vida útil. Es decir, para que mantengan más tiempo su aspecto, textura, sabor….y para que no contengan microorganismos que puedan producir toxiinfecciones alimentarias. Una función absolutamente necesaria para que tengamos acceso a determinados productos y no enfermemos.

Entonces, ¿podemos atiborrarnos sin preocupaciones de productos con aditivos? No. Pero porque es probable que el producto que los contenga sea un alimento ultraprocesado, con un pobre perfil nutricional.

Lo que no debe confundirnos y llevarnos al razonamiento opuesto, que es precisamente el que pretende la etiqueta “sin”: si no tiene aditivos es un producto saludable. No. Es una táctica de la industria que, por otro lado, no deja de ser tirar piedras contra su propio tejado: en otros muchos de sus productos la presencia de aditivos es necesaria.

Los alimentos “sin aditivos” o “sin OGM” agitan la quimiofobia, el miedo irracional a todo lo que suene a “sintetizado en un laboratorio”

Al elegir un alimento deberíamos preocuparnos por la calidad de los ingredientes, el grado de procesamiento, el origen y la sostenibilidad… no por lo que resalte la etiqueta.

¿Se puede destacar la ausencia de un aditivo? De nuevo chocamos con la legislación.

El Reglamento 178/2002 (uno de los pilares de la legislación alimentaria actual) ya establece que el etiquetado, la publicidad o la presentación de los alimentos no deben inducir a error a los consumidores. Y el Reglamento 1169/2011 (el cimiento de la información alimentaria que recibimos) nos vuelve a decir dice que la información alimentaria no inducirá a error “al insinuar que el alimento posee características especiales, cuando, en realidad, todos los alimentos similares poseen esas mismas características, en particular poniendo especialmente de relieve la presencia o ausencia de determinados ingredientes o nutrientes”.

¿Las alegaciones “sin” inducen a error? Considerando las investigaciones que se han llevado a cabo sobre este particular, parece evidente que, efectivamente, menciones como “libre de aditivos” o “sin OGM” llevan al consumidor a pensar equivocadamente que los productos son más saludables. Y esta percepción se extiende a otros compuestos como el gluten o la lactosa, que solo suponen un problema para personas sensibles que desarrollan reacciones adversas.

Pero no solo la industria alimentaria ha jugado con el término “sin aditivos” (y con otros, como “natural” u “orgánico”). Esta táctica también la ha empleado una poderosa industria: la del tabaco. Con el mismo (e increíble) resultado: se percibe como menos perjudicial el tabaco así etiquetado.

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